Tras las huellas del lobo: el callejo del monte Ahedo

Las tradicionales ‘corridas’ a los lobos reunieron durante siglos a los vecinos de las estribaciones de La Lora y Valderredible en cacerías que desembocaban en una monumental trampa cinegética, cuyos restos aún pueden apreciarse en las proximidades del mirador de Valcabado. Las batidas, cuya organización quedaba regulada mediante unas ordenanzas, cubrían una extensión próxima a las 20.000 hectáreas y reunían a vecinos de decenas de localidades.

EDUARDO VIELBA INFANTE

La persecución del lobo fue una costumbre muy presente en la historia medieval española. Su primer ejemplo documentado, datado en el siglo XII, se expresaba en estos términos: “Todos los sábados, excepto en Pascua y Pentecostés, los presbíteros, caballeros y campesinos que estén libres de cualquier otra ocupación, persigan a los lobos hostigándolos y prepárenles trampas que el vulgo llama hoyos” (Historia Compostelana). Fruto de esta costumbre, buena parte de la geografía peninsular conserva aún los restos de monumentales trampas cinegéticas en piedra. Estas construcciones reciben los nombres foxos, cousos y lobeiras (Galicia y Portugal); chorcos (Asturias y León), calechos o calellos (Asturias); callejos (Castilla y León y Cantabria); cortellos (Zamora); u hoyos (Galicia y Castilla y León).

Redactadas en 1695, las ordenanzas del callejo del monte Ahedo constituyen una de las mejores expresiones de la organización comunal en la lucha del campesinado contra los lobos. Son, además, un valioso testimonio para conocer con cierto grado de detalle el modo en que se efectuaba la caza de estos animales entre los siglos XVI y XVIII, así como los medios y recursos que aportaba cada concejo para el mantenimiento y reparación del hoyo y sus mangas.

Emplazado en las estribaciones del páramo de La Lora, muy cerca del actual mirador de Valcabado y a escasa distancia de la localidad cántabra de Revelillas, el callejo de Ahedo es popularmente conocido por el sobrenombre de Pozo de los lobos, Lobera de Revelillas o Lobera de Respenda. Aunque la estructura del foso fue rehabilitada hace varios años, las paredes de las mangas se encuentran en mal estado de conservación y, en ellas, apenas son visibles algunos restos de piedra que permiten adivinar el trazado y el tamaño aproximado de las empalizadas. El muro inferior, de mayores dimensiones, tiene una longitud de 155 metros y se extiende en dirección norte hasta acercarse a las rocas calizas del páramo, que eran aprovechadas como cierre de la trampa. El superior, de extensión más corta, tiene una longitud aproximada de 135 metros. Desgraciadamente, tampoco se conserva ninguna de las cabañuelas que antaño estaban adosadas a las tapias ni otra cabañuela que, según algunos indicios, se situaba al inicio de los muros.

El foso es el elemento más representativo del conjunto. De forma circular y con un diámetro cercano a los cinco metros, sus paredes se levantan sobre un doble tapial de piedra rematado con una barca, es decir, con una hilera de losas de piedra que sobresalen ligeramente hacia el exterior evitando así la filtración del agua entre las paredes.

Al margen de sus dimensiones, la clave de su efectividad radicaba en su ubicación. El callejo se emplaza en un fuerte repecho que aprovecha la orografía del entorno, dispuesto sobre la parte más elevada de la pendiente y cubriendo, a sus lados, las umbrías de quejigo, haya y matorral que formaban el monte Ahedo. Pero el uso de este tipo de ingenios cinegéticos precisaba del concurso y la participación de un gran número de monteros. Su misión era batir los montes ordenadamente para confluir, a la hora convenida, en el pozo, dando muerte, mediante pedradas, horcas o chuzos, a los animales que en su huida hubieran caído al interior del foso.

Las ordenanzas que hoy se conservan fueron halladas por Luis Haro entre los viejos documentos que custodiaba su abuelo y refrendan la importancia que las autoridades de Valderredible y los pueblos palentinos de La Lora otorgaban a la erradicación de los lobos, pero también el temor que despertaban los osos.

Así lo acredita el texto que introduce las normas, donde se destaca que para “evitar riesgos y peligros” los hombres y mujeres de aquellas tierras habían dejado “de pasar de unos lugares a otros”, atemorizados por la posibilidad de encontrarse ante las fieras. Como en otros casos, los orígenes de este callejo se pierden en el tiempo, pero muy probablemente se remontan a finales de la Edad Media o inicios de la Edad Moderna, época de la que datan otras construcciones similares de Burgos, León, Asturias, Álava o Cantabria. De hecho, las propias ordenanzas reescritas en 1695 reconocen que las corridas al lobo se habían venido celebrando con anterioridad y que esas normas, revisadas y actualizadas sobre otras más antiguas, pretendían ordenar jurídicamente viejas prácticas, sometiéndolas a la aprobación de las justicias de la Merindad de Campoo y el Consejo Real.

Las ordenanzas fijaban por escrito las obligaciones de cada concejo, las sanciones que debían imponerse a quienes osaran incumplirlas y los órganos encargados de impartir justicia llegado el caso. También la forma en que debían proceder los monteros. Uno de los aspectos centrales de este reglamento puntualizaba las atribuciones que asumía cada uno de los concejos, prestando especial atención a las tareas imprescindibles para la reparación del foso y de sus mangas. Como es lógico suponer, las mangas jugaban un papel esencial en el resultado final de las batidas. La anchura, el grosor, la impermeabilidad de los flancos y la ausencia de brechas en su entrelazado eran vitales para asegurar la efectividad de la lobera.

Una de las mangas del callejo, la que se hallaba más cerca de Revelillas, debía ser reparada y conservada por los vecinos de los lugares más próximos a esa localidad (entre ellos los de Villamoñico, Revelillas, Villanueva, Cubillo de Ebro, Otero, Bárcena de Ebro, Rasgada, Navamuel, Coroneles, Moroso —hoy un despoblado—, San Cristóbal del Monte, Valdelomar y Cezura). A su cargo quedaba la labor de reformar las empalizadas y chiviteras cuando fuera necesario. Las chiviteras, conocidas también por el nombre de cabañuelas, jugaban un rol esencial en las batidas. Se trataba de pequeños refugios de piedra, con una boca abierta en dirección al foso, en los que aguardaban los cazadores. Toda vez que los lobos superaban las cabañuelas corriendo hacia el foso, sus ocupantes debían salir del interior y azuzar a los animales mediante palos, horcas o piedras para que estos no volvieran sobre sus pasos.

Por su parte, las localidades más alejadas de la lobera, como el alfoz de Olleros de Paredes Rubias, prestaban un servicio de carácter auxiliar, facilitando la provisión de algunas estacas para las empalizadas, así como las leñas de espinos, avellano, haya o roble que pudieran cortarse en los terrenos comunales que compartían con Susilla. Estas estacas permitían fortalecer los muros, elevándolos a mayor altura y evitando que los lobos pudieran saltar sobre ellos.

La otra manga, situada en dirección sur, estaba confeccionada por hileras superpuestas de piedras (al menos en alguno de sus tramos) y su cuidado concernía a los habitantes de las localidades palentinas de Revilla de Pomar, Helecha y Respenda. A ellos competía la función de cerrar con firmeza “todos los portillos” de la Peña de Haedo, “desde donde comienza la Hoya del Callejo —se destacaba— hasta el fin y acavamiento de dicho monte”. Finalmente, el arreglo y cuidado del foso quedaba en manos de los vecinos de Susilla, como reflejaba el artículo cuarto. Esta regular distribución de las funciones entre los concejos tenía por objeto evitar las quejas y las desagradables comparaciones entre los esfuerzos a los que hacían frente unas y otras poblaciones.

Pero si un rasgo diferencia a estas ordenanzas de las normas que regulaban otros chorcos o loberas es precisamente el gran espacio de terreno que cubrían las corridas. Este aspecto estaba ligado a la propia geografía del valle de Valderredible, una depresión de unos 30 kilómetros de longitud (de oeste a este) marcada por el río Ebro y su afluente, el Mardancho, y delimitada al sur por el escalón natural que forman los páramos de La Lora y Bricia. Este condicionante físico exigía la presencia de un gran número de ojeadores, obligados a asistir bajo fuertes sanciones: “so pena de pagar dos reales cada persona que no acudiere y trescientos maravedís el concejo”. Las carreras o corridas al lobo tenían lugar entre los meses de septiembre y mayo, cuando “no hay tantas ocupaciones e los montes no tienen hoja por donde mejor se siguiera la caza de ella”. Otro aspecto muy especial del callejo es que, frente a otros pozos, su foso ocupa el lugar más elevado de la pendiente, un hecho poco habitual en la decena de callejos emplazados en las Merindades burgalesas, como los del Alto del Caballo (Espinosa de los Monteros) o la Barrenilla de Pérez (Valle de Losa), donde el foso ocupa el punto más bajo de la pendiente, algo que pretendía dificultar su identificación por el lobo.

Para más información: De alimañas a especies protegidas. Osos, lobos y otros animales amenazados en las montañas de Palencia y Cantabria