Los antiguos Carnavales de Medina de Rioseco

El Carnaval es una de las fiestas que más importancia tuvo en Medina de Rioseco en otros tiempos, festejándose por todo lo alto. La celebración actual nada tiene que ver con la vivida en la localidad en los años treinta. Durante lunes, martes y miércoles se sucedían los actos carnavalescos que culminaban con la celebración, el miércoles de ceniza, del Entierro de la Sardina.

VIRGINIA ASENSIO Y FERNANDO FRADEJAS

Por aquellos años y constatamos que también en el ochocientos, estas fiestas suponían un desahogo previo a la Cuaresma. En esos días se vivía un poco más libre, la gente se entregaba a las bromas, al regocijo y a los misterios del disfraz. Las risas, los bailes y el entretenimiento en general estaban servidos para una población trabajadora, deseosa de salir de los rigores del invierno y disfrutar antes de la llegada del ayuno y el recogimiento. Era un poco rozar con los dedos de la mano lo prohibido, utilizar el bullicio y la animación para coquetear con lo vedado, desafiar las normas y a los mandamases. Una fiesta que no estaba bien vista por la Iglesia católica, que consideraba los desenfrenos y atrevimientos propios de esos días lúdicos como algo frívolo y pecaminoso.

Aun así, desde el jueves previo al Carnaval, llamado jueves lardero, los vecinos respiraban de otra manera. Se notaba que se acercaban los días propios del disfrute y las alegrías, en las casas y en la sede de la Sociedad de la Sardina se ultimaban los preparativos de los disfraces y olía ya a las típicas orejuelas de Carnaval, a las que se sumaban habitualmente las torrijas. En lugares como el Casino, el Círculo de Recreo o el Círculo de Artesanos se celebraban concurridos bailes de máscaras y fiestas de sociedad. En otros recintos públicos, como el Salón Ideal, se representaban los mejores espectáculos de varietés y, como ningún temporal anulaba el deseo patente de divertirse al aire libre, en el paseo del Bulevar (parque Duque de Osuna o antiguo paseo de la Horquilla) se bailaba al compás de los acordes de la Banda Municipal y de la tuna, del pasacalles y la dulzaina. La documentación de la época nos habla de unos y otros encuentros y, mientras en los bailes de sociedad sus socios lucían elegantes máscaras y trajes, mantones de manila o preciosos carruajes, por las calles parece que se encontraban disfraces mucho más socarrones y vulgares.

La Rondalla riosecana animaba también el Carnaval. Disfrazados de arlequines, bufones, con sombreros, lazos y toda clase de adornos, o como extravagantes personajes de lejanos países, actuaba en esos días en calles, plazas, teatro, salones del Ayuntamiento e incluso en casas particulares, interpretando alegres piezas musicales por las que eran grandemente aclamados y recibían generosos donativos. Las calles también eran recorridas por carrozas que, engalanadas artísticamente, hacían el paseíllo dirigidas por grupos disfrazados con esmerado ingenio, combatiendo en una animada batalla personalizada por sonoros cohetes y montones de serpentinas y papelillos de colores.

Y, por supuesto, no hay fiesta que se precie en la que no haya celebración taurina. Unas veces tardes de lidia, otras encierros de reses mansas que corrían por las calles tras los jocosos disfraces, y en otras ocasiones espectáculos cómico taurinos. Hasta alguna vez se representó en la Plaza Mayor el lance taurómaco de Don Tancredo, personaje humorístico que, a modo de estatua inmóvil sobre un pedestal, tentaba a la fortuna encarnada en el mosqueado toro que, si al rodearlo olisqueando descubría el engaño, embestía sin dudar provocando más de un susto y algún que otro revolcón al valiente lidiador, para regocijo y carcajada del público asistente.

La celebración del Carnaval tenía su cénit en la representación humorística del Entierro de la Sardina, una fiesta que arrancaba previo aviso de las trompetas, con la lectura del Sermón de la Sardina a cargo cada año de un predicador que, asomado a un balcón de la Plaza Mayor frente al Ayuntamiento, en su burlesco discurso hacía alusión a reconocidos personajes locales y a las historias y chismes acontecidos a lo largo del año, provocando las risotadas de todos los allí congregados. Tras ese acto, la multitud de vecinos dispuestos a presenciar el espectáculo buscaba un sitio cobijándose bajo los soportales de la calle Mayor.

Seguía un primer desfile en el que se personalizaban las diferentes instituciones a las que durante el año era obligación respetar, acompañados de cabezudos de congelada fealdad, banda de música y dulzaineros. Una cabalgata en la que, con el orden acostumbrado y uno a uno, desfilaban en formación los diferentes cuerpos del ejército. Los gastadores abrían fila como mandan las órdenes militares, seguidos por la caballería, los lanceros y la artillería. Todos pasaban revista caracterizados como Dios manda, con sus disfraces para nada improvisados, cada cual con su atinado y brillantísimo atuendo en el que no faltaban las espadas, corazas, lanzas, faldellines, cascos y yelmos. La componenda contaba incluso con pesados carros y cañones de combate, y hasta los pobres animales de labor formaban parte del artificio librándose por unas horas de su fatigoso destino, tornándose sin serlo y sin poder disimularlo en los más elegantes corceles propios de los mejores y más valientes soldados.

Tras la marcha del cuerpo militar, desfilaba una procesión de lamentos, adivinándose entre los sollozos los irreverentes rezos provenientes de las fingidas sotanas que rodeaban el coche fúnebre de la pobre Sardina, dirigido por un tétrico cochero y sus dos lacayos. Al cortejo se sumaba un buen grupo de hombres disfrazados para representar la conocida como Escuela del Capillo, decenas de falaces niños ya entrados en años que escenificaban, entre las ovaciones de los espectadores, visibles gestos de inmadurez. Les seguía un nutrido número de amas de cría, representadas por imberbes nada pudorosos con falsos rorros en su regazo, que sorprendían con desvergonzados disfraces de exagerados atractivos femeninos. Y es que en aquellos tiempos no escaseaban las mujeres que se anunciaban responsables, jóvenes, casadas y de buena leche, para amamantar a hijos de otras madres, a cambio de una retribución económica, de lo que resultaban los llamados en aquellos tiempos hermanos de leche.

La pantomima se cerraba como se cierran todos los desfiles y procesiones, con la Corporación en pleno, representada por encopetados personajes que ridículamente presumían de su posición linajuda y entre los que no faltaban alcalde, concejales y maceros.

Concluida la primera marcha, rotas las filas y depuestas las armas, todos los participantes se entregaban a una justa y merecida refacción y descanso en la Plaza Mayor y vestíbulo del Ayuntamiento asistiendo, además del cuerpo bélico, familiares y amigos. Tras la suculenta merienda, de nuevo se reorganizaba la tropa y al compás de tambores y clarines, el ejército sardinero iniciaba un segundo desfile, ya de anochecida, alumbrados por antorchas y farolillos. Esta vez con más respetuoso silencio, acompañados solo por el llanto de las plañideras, los soldados en un truculento desfile hacia los terrenos del Castillo protagonizaban el sepelio propiamente dicho en el que por fin se daba tumba a la sardina, regresando después a la Plaza Mayor para dar por finalizado el Carnaval y recibir, ya saciados, la Cuaresma.

A pesar de ser, como hemos dicho, una fiesta liberal, la provocación y los excesos a los que al parecer se entregaba la población llevaron a los munícipes a redactar una serie de disposiciones para guardar el orden y compostura en todos los sitios de distracción pública en esos días, lo que no deja de ser una prueba más de la numerosa participación del vecindario en su organización, el abundante público forastero que asistía a disfrutar del festejo y la pasión con la que lo vivían en general todos los vecinos. Entre estas normas, se prohibió a los enmascarados dirigirse a cualquier persona con palabras indecorosas u ofensivas, arrojar agua, manchar las ropas o molestar de cualquier otra manera al público presente. Tampoco se permitiría utilizar como complemento a los disfraces bastones, armas o espuelas, ni ofender con ellos a las autoridades civiles, militares o dignidades religiosas, algo solo permitido según hemos comprobado el miércoles durante la representación del populoso Entierro. En los diferentes locales de ocio no se permitía fumar ni entrar con bebidas “espirituosas” y, por supuesto, se prohibía que se sentasen “unas mascaras sobre otras, ni obscenidades de ninguna especie”. Lo que desconocemos es hasta qué punto eran acatadas cada una de estas disposiciones.

Leído todo esto, podría extrañar que en la actualidad nada quede de aquellos concurridos y afamados carnavales, que la memoria colectiva casi haya borrado esta manifestación y hoy se haya recuperado con un sentido y una puesta en escena completamente distintos, tal vez por su ya desvirtuado concepto de transgredir las leyes. La explicación la hallamos en la prohibición general de su celebración en plena Guerra Civil, una censura que desde 1937 se mantuvo durante prácticamente toda la Dictadura, no recuperándose hasta casi los años ochenta. Desde aquella prohibición, año tras año, los sucesivos alcaldes emitieron bandos en los que se recordaba a todo el vecindario la obligación de cumplir tal disposición, prohibiéndose el uso de caretas o disfraces y la celebración de bailes y fiestas que sugirieran o exteriorizaran la celebración del Carnaval. Poco a poco, la orden se fue haciendo algo más permisiva y fueron tolerándose a partir de los años cincuenta algunos bailes privados de sociedad. En 1951, por ejemplo, se consintió a algunos establecimientos y sociedades la celebración de bailes “con trajes de época o regionales que no constituyan disfraz y sin velar el rostro en ningún caso”, manteniendo la censura de su manifestación callejera y castigando a quien aprovechase la circunstancia de ir con los atuendos autorizados de un sitio a otro para comportarse de forma incorrecta, vistiendo prendas del sexo contrario o manifestando una ruidosa euforia “a la que no suele ser ajena la ingestión alcohólica que les ayuda a vencer el pudor de su ridícula situación”.

Para más información: Latidos en blanco y negro. Medina de Rioseco: memorias de un pueblo en ventanas de papel