Los testimonios de los hombres que lucharon en uno y otro bando nos permiten conocer cómo fue la vida en las trincheras que durante trece meses separaron la provincia de Palencia, dominada por los nacionales, y la entonces provincia de Santander, territorio republicano.
WIFREDO ROMÁN IBÁÑEZ
Entre julio de 1936 y agosto de 1937 miles de hombres combatieron en la zona montañosa que separa Palencia y Cantabria. Sus testimonios nos permiten acercarnos a sus vivencias y, al mismo tiempo, contemplar de una manera distinta los lugares en los que los soldados tuvieron que vivir aquel trágico y decisivo episodio. Algunos de aquellos recuerdos se remontan a los primeros días de la guerra, unas jornadas llenas de incertidumbre y temor en las que muchos decidieron abandonar sus casas movidos por el miedo. Así lo recuerda Sandalio Revilla, de Cillamayor.
“Al comenzar la guerra todavía no había cumplido 17 años. Mi primo Francisco me dijo que debíamos pasarnos al otro lado, porque iban a venir los moros e iban a matar a todos. Yo no tenía ninguna idea de política y decidí marcharme. Nos fuimos de Cillamayor el 10 de agosto. Mi primo y yo con otros dos hombres algo más mayores. Salimos del pueblo y caminamos hacia Cordovilla. Para no levantar sospechas, uno llevaba un dalle y otro un rastro, como si fuésemos a trabajar al campo. Al llegar a Cordovilla dejamos el dalle y el rastro y seguimos hasta Mataporquera y desde allí nos llevaron a Reinosa. Más tarde me enviaron a La Ayuela, en el Ayuntamiento de Udias. Allí estuve refugiado, comiendo en un lugar y cenando en otro. Como no estábamos bien, con tanto trasiego y poca comida, nos alistamos voluntarios y fuimos al frente. Queríamos ir porque te pagaban dos duros diarios, estabas mantenido y te daban pantalón, botas y chaqueta. Estuvimos de instrucción en Santander y el 1 de octubre me llevaron al frente en la zona del puerto del Escudo, cerca del balneario de Corconte. Formaba parte del Batallón 114. En ese batallón había mineros de Barruelo y pescadores de Santoña. Los marineros de Santoña siempre estaban cantando, y cantaban muy bien”
Recuerdos como el de Augusto Laso, uno de los jóvenes que al comienzo de la guerra decidió combatir junto a los nacionales y fue enviado al norte de Palencia.
“Yo me presenté voluntario el 26 de julio para Falange Española de las JONS. Nos dieron un fusilico, unos bocadillos y nos montaron en una camioneta con destino a Aguilar de Campoo. Íbamos unos cuarenta falangistas con un sargento de la Guardia Civil. De entrenamiento no teníamos nada. Bueno, la instrucción nos la dieron sobre la marcha…. Antes de llegar a Aguilar, nos bajaron en un pueblo que se llama Mave para entrenarnos algo. Bueno, lo de entrenarnos es un decir. Allí en Mave nos enseñaron a cargar, cada uno disparamos diez tiros… ¡Y ya está!”
Otro testimonio es el que aporta Adrián de la Hera, quien formó parte de las tropas nacionales y recuerda su paso por el Cocoto, en la sierra de Barruelo de Santullán, una de las posiciones más disputadas:
“En el Cocoto teníamos un barracón construido bajo tierra y cubierto por arriba con tierra, césped y piedras. Era más o menos como un chozo de pastores, pero con aspilleras para poder mirar. Allí dormíamos y allí teníamos una cocina de leña. Permanecíamos en el barracón la mayoría del tiempo, menos los que estaban de guardia, unos siete u ocho soldados. Cada dos horas se hacía el relevo de la vigilancia. En el Cocoto había también una torre alta y en ella había que estar seis horas uno solo de vigilancia. Me acuerdo de hacer guardia allí, hacía un frío enorme. Al estar de vigilancia, al menor ruido gritabas: ¡santo y seña! Cada día se ponía el nombre de un santo distinto y se cambiaba la contraseña. Los de los pueblos subían la leña y la comida hasta la sierra en carros tirados por vacas. Iban obligados, en la guerra era así. Subían por las matas y por el monte y cuando estaban cerca de la cumbre ya nos acercábamos nosotros a recoger el cargamento”
Vivencias como las de Emiliano López Abad, entonces un joven de Vallejo que formó parte del batallón republicano número 118 y que recuerda las precarias condiciones de vida que conocieron los soldados.
“En el Ejército republicano te daban un pantalón de pana, que decían que eran rusos, y poco más. Cada uno íbamos con una camisa nuestra y no teníamos uniforme. El armamento que nos dieron tampoco era muy bueno. Teníamos unos fusiles polacos que levantaban tanto como un paisano, pero tirabas cuatro tiros y se encasquillaban. Dormíamos en barracones de madera y en ocasiones en pequeñas casetas que no eran más que cuatro postes cubiertos con un techo de ramas. Era casi dormir al raso”
Otro de los escenarios más disputados fue el monte Bernorio, donde estuvo Eutiquiano García, quien aporta también sus recuerdos de la guerra.
“Por el día pasábamos todo el tiempo en las trincheras quietos, sin movernos. Cada soldado estaba separado del otro a una distancia de unos cuatro o cinco metros, con lo que casi no hablabas ni nada. Si se asomaba alguno, enseguida disparaban. Los barracones donde dormíamos eran casetas de madera, con el piso también de madera. En el suelo había paja y allí dormíamos, con una manta con la que nos tapábamos”
Tampoco era la comida un elemento que destacase en los frentes por su calidad, a juzgar por el testimonio que dejó escrito Luis García Guinea, referido también al monte Bernorio.
“La comida, poca y mala: para desayunar, invariablemente, chocolate, muy claro, eso sí, pero caliente. En la comida, un poco de carne con patatas o, mejor dicho, de patatas con carne, o bien garbanzos, casi siempre duros, y por la noche… nada la mayor parte de las veces, porque como había que hacer cola junto a la cocina, al sereno, y hacía tanto frío, preferíamos seguir durmiendo a esperar media hora para comer un plato de alubias”
El frío, en pleno invierno y en las cumbres de la alta montaña, fue efectivamente un duro castigo para muchos de los combatientes. Así lo refleja un documento del bando republicano.
“Es verdaderamente doloroso presenciar el hecho de que, en compañías como la de zapadores que realiza labores de limpieza de nieve en los puertos, se encuentran milicianos que efectúan dichos trabajos con abarcas y alpargatas y mal cubiertos de prendas de abrigo, lo que origina un recrudecimiento de las enfermedades que hace pensar que de no corregir con toda urgencia estos casos, habríamos de encontrar en el agua y el frío el enemigo más tenaz, pues hasta la fecha el porcentaje de bajas nada tiene que envidiar al que nos causa el enemigo faccioso. Son infinidad los casos que diariamente se dan en todas las posiciones de hospitalizar muchos milicianos por efectos del frío, necesitando varios días de cama y con todo cuidado”
Junto a todas aquellas penurias, los soldados tenían también sus momentos de diversión. Pero, como es fácil adivinar, hasta esos momentos de esparcimiento entrañaban cierto peligro en el transcurso de una guerra. Un ejemplo ilustrativo es el que ofrece un parte de la artillería del bando nacional.
“Se han visto grupos grandes en Cordovilla, según dicen en un partido de foot-ball; contra ellos ha hecho unos 10 disparos nuestra batería de Cillamayor, dispersándose la gente inmediatamente”
Más fortuna tuvo un grupo de soldados nacionales, quienes el 4 de diciembre pudieron celebrar la festividad de Santa Bárbara sin recibir los disparos del enemigo.
“Por la tarde, a las tres, se jugó un gran partido de foot-ball entre los equipos formados por seleccionados elementos de la 7ª batería y de las fuerzas de Villarrobledo. El partido resultó interesantísimo. A continuación hubo carreras de saco y tiro de soga por individuos de los distintos cuerpos, resultando vencedores los artilleros. Como último homenaje a la excelsa patrona, se celebró a las seis un banquete”
Sin embargo, al margen de esas escasas celebraciones, los soldados pasaron la mayor parte del tiempo de vigilancia, contemplado el territorio enemigo. Algunos aprovecharon aquellos momentos para escribir unas crónicas que recogen la gravedad del momento.
“Nos asomamos a las lejanías que desde aquí se contemplan… valles y vegas, en los que los trigales un día eran azotados por el viento que con ellos jugueteaba y hoy son estériles rastrojeras. Las praderas, cuajadas de flores algún día, hoy blanquean abrasadas por rayos de verano. En la parte norte contemplamos el valle de Valdeolea; por más que miramos, por más que observamos, por más que escudriñamos aun con los gemelos, ni una persona divisamos. Ni la carreta rodando por los caminos, ni el labriego recorriendo sus tierrucas; algún transeúnte aprovecha la obscuridad de la noche para trasladarse de un punto a otro. La tristeza, la soledad, se han adueñado de este algún día alegre valle; sólo allá en los picos y en lugares estratégicos, vigilan, acechan los enemigos, observando, atisbando nuestros movimientos. Y así, en estas agrestes serranías, en estas espesas montañas, en estos valles poblados de montes, en los que suele perseguirse y acecharse a las fieras y animales, son ahora los hombres los que se acechan y se persiguen”