Valsurbio: un pueblo enterrado en el pasado

Valsurbio, pueblo situado en las estribaciones de la sierra del Brezo, en la Montaña Palentina, perdió sus últimos habitantes en noviembre de 1970. Algunos años más tarde, debido al saqueo sufrido por sus viviendas, quedó reducido a ruinas.

WIFREDO ROMÁN IBÁÑEZ

Por fin, a mediodía, el sol consigue hacer confortable este frío día de noviembre. Aquí, en el fondo del valle, los únicos sonidos que logran disputar su hegemonía al silencio son los cantos de pequeños pájaros y el susurro constante del arroyo. El otoño viene acompañado de lluvias suficientes y a estas alturas su cauce resulta ya generoso. A la breve sinfonía se suma, de cuando en cuando, el murmullo de un viento que hace vibrar las hojas de los chopos y los álamos. Muchas de ellas, obedeciendo la lógica que estos días ha de cumplirse, se acumulan en el suelo.

Llego a Valsurbio, pueblo que fue abandonado a comienzos de los setenta y que hoy, cincuenta años después, se muestra inerte, convertido apenas en un discreto testimonio del paso del hombre. Sus antiguas construcciones aparecen arruinadas y coronadas por las zarzas, que escalan por los muros reclamando para sí la propiedad de lo que un día fue vivienda o establo. Lo hacen en compañía de las ortigas, aunque éstas son menos decididas en sus movimientos y se mantienen aferradas al terreno que las sustenta.

Ante mí yacen las piedras que un cantero trabajó un día ya lejano. Algunas de ellas permanecen todavía en el sitio donde fueron colocadas; otras, incapaces de afrontar por más tiempo su misión, han quedado esparcidas por el suelo, acompañadas ahora por las hojas de esos árboles que el otoño ha desnudado. Todavía quedan en pie algunas paredes que se elevan en un postrero esfuerzo que, sin embargo, resulta inútil, ya que su trazado ascendente no se ve en ningún caso culminado por la existencia de un tejado. Resulta encomiable su obstinado empeño por defender una causa perdida para siempre. Es ante la certeza de una derrota inevitable cuando más admirables resultan los gestos heroicos.

Tras los muros de las casas no se esconde la intimidad de ninguna familia, ni el calor de un hogar, ni la cosecha de la última temporada. A través del espacio que ocuparon unas ventanas que ya no existen tan sólo pueden ahora contemplarse variadas escenas de piedras en formación de escombro y la certeza de que su labor quedó concluida hace mucho tiempo.

Como sucedió durante tantos años, el edificio más llamativo del pueblo sigue siendo la iglesia de San Martín, con su espadaña todavía en pie, rebelada contra el destino que le ha tocado en suerte. Su resistencia, en todo caso, es un ejercicio solitario, ya que el resto del templo aparece desmoronado en sintonía con lo que fueron las viviendas del entorno.

Junto a la iglesia está la antigua plaza, un reducido espacio donde se reunían los vecinos para tratar sus asuntos comunes y para compartir, en los ratos de asueto, alguna animada conversación. Durante siglos, generación tras generación, tuvo que ser éste el escenario de las celebraciones compartidas: fiestas, bautizos, bodas, procesiones…

Por aquí pasaban los hombres que conducían los ganados a las cuadras y los que volvían de acarrear la leña. Aquí cantaban las mujeres y, por los rincones que desde aquí se adivinan, formando algarabía, disfrutaban los niños de sus juegos infantiles. Los jóvenes, por su parte, se dedicaban miradas furtivas y soñaban con el inicio de un romance. Por estas mismas calles, con un paso cansino, regresaban los hombres después de cumplir con las faenas del campo. Pienso en todos aquellos momentos, quizás imperceptibles y fugaces, invisibles lejos de este valle, pero al mismo tiempo tan llenos de vida. Pienso en ellos y vuelvo de nuevo a observar lo que ha quedado de todo aquello, un pueblo definitivamente enterrado en el pasado.

Cerca de las casas se adivina aún el trazado de las antiguas tierras de cultivo y el recorrido de los viejos muros que limitaban las propiedades. Algunos caminos sobreviven sorprendentemente vigorosos, pero otras sendas se han convertido en huellas ínfimas, caricias leves dejadas sobre el terreno por las gentes que habitaron el pueblo y que hoy apenas resultan perceptibles. El paso del tiempo amenaza con llevarse todo lo que un día fue Valsurbio.

Y sin embargo, a pesar de que aquel pueblo es tan solo el recuerdo de un tiempo que no puede volver, este rincón de la Montaña parece empeñado en albergar algún futuro. Recientemente se han levantado junto a las ruinas del viejo Valsurbio dos nuevos edificios, construcciones que han venido a sumarse a otra que ya existía tiempo atrás. Se trata sin duda de un esfuerzo que camina contra la inercia de nuestros días, pero es al mismo tiempo un empeño que, en cierto modo, puede devolver la vida a la pequeña población.

Han pasado un par de horas y comienzo el camino de regreso. Mientras me alejo pienso en la necesidad de fijar la mirada en las personas que habitaron estas tierras, lograr que no se olviden sus enseñanzas y comprender las emociones que les conmovieron. Honrar su memoria. Me detengo un momento y contemplo las primeras nieves en las cumbres lejanas. Pronto llegará el invierno.

Para más información: Antes del silencio: recuerdos de los últimos habitantes de Valsurbio (Colección de Historia Montaña Palentina, nº 11)